Hace un par de años había leído en alguno de Los libros la referencia bíblica de «El fuego y la nube» y años más tarde descubría en un escrito de Santo Tomás que este símbolo expresaba la voluntad que debe derribar viejos templos. Esa anotación de ese doctor de la Iglesia me recordaba mucho a los planteamientos de Heráclito.

Tanto el escritor del Éxodo y Heráclito coincidían que el fuego era algo necesario para el movimiento; pues el movimiento significa poner en el tiempo las acciones; y si éstas se ponen en esa condición aritmética pues llegamos a la conclusión de que el tiempo es como el fuego: todo lo consume. Siempre debemos mantenernos para acabar con el antiguo «yo» que eramos y que seguirá en constante movimiento.

¿Queremos ver los efectos de esto en un autor contemporáneo? Basta con que nos acerquemos a Hotel Nomada de Cees Nooteboom para entender que el principio de todo está en el movimiento. Quizá Esther sabía todo esto que estoy relatando y por esa misma razón me había citado el invierno de ese mismo en que nos conocimos. Me había pedido que llegara temprano al parque; ella me esperaría en la misma banca donde durante más de seis meses nos habíamos encontrado todos los jueves de cada semana.

El fuego y la nube - grabado

Su voz parecía serena, más serena de lo que muchas veces lo era. Había un aire extraño en cada una de las palabras que utilizaba. Me preparé a salir de casa; afuera corría un viento frío que de inmediato me congeló las mejillas. Ella estaría allí, en esa banca, quizá llevaba ese abrigo café enorme que le daba un gesto soviético muy grave.

─Cuando Dios castigó al pueblo de Egipto se presentó ante ellos como una columna: el fuego y la nube, así la nombraron los profetas posteriores ─me dijo Esther una vez que me vio llegar.

No respondí nada ante tal argumento; sabía que ella lo que menos buscaba era una respuesta.  Me senté a su lado. En su bolso pude divisar un pequeño libro de Hesse, podía adivinar por la portada que se trataba de Siddharta. Esther lucia tan distinta a otros días. No tenía ese gesto alegre y chispeante, sino que ahora parecía mantener en su rostro un gesto melancólico y sombrío.

─¿Qué sucede? ─Sin embargo ante la pregunta sólo obtuve un prolongado silencio que se suavizó por un tranquilo suspiro de Esther.

─Me voy.

No sabía que decir o que preguntar. Ese silencio era como un acuerdo entre ambos. Continuamos mirando  el movimiento de los árboles que se mecían por el frío viento.

─Quiero escapar de aquí…

Sus palabras eran lentas, era como si cada una de las sílabas fueran arrastradas con grande esfuerzo. Me quedé clavando los ojos al vacío que se presentaba ante nosotros. Sus ojos parecían perdidos en la inmensidad. Me tomó de la mano y me extendió una pequeña nota que en uno de sus lados podía leerse «el poema es una bala».

A finales de esa semana Esther tomó un vuelo con rumbo a Venecia; lo único que me dejó al partir fue un tierno beso en los labios, una nota que no he querido abrir y un ejemplar de Siddharta. El día de su partida el agua se congeló mientras el canto de las aves dejaba de escucharse poco a poco; las turbinas del avión se llevaron sus últimas palabras, se llevaron sus ojos, como el fuego y la nube.

 

Continuará…

 

Lee el capítulo IV aquí:

https://www.tolucacultural.com/el-poema-es-una-bala/


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