Es la una de la tarde, salgo de la universidad y me dirijo a abordar el autobús para ir a casa.

El calor de la ciudad se ha hecho casi insoportable a esta hora del día. Siempre he estado aquí y en mi memoria no existe un recuerdo de un sol tan inclemente. Los tiempos cambian, supongo.

Me adelanto unos pasos al resto de las personas  que esperan el mismo autobús, sé que no está bien, pero un asiento en el transporte a esta hora es el premio más codiciado. Veo a ese gigante rojo con los destinos en el parabrisas dar la vuelta y me apresuro a hacerle «la parada».

Mis esfuerzos no tuvieron recompensa. Puedo ver que los asientos se quedaron cortos. Me detengo un poco  para subir, el chofer me grita que aún hay lugares, le entrego mi dinero y noto que no me da cambio. No digo nada.
Frente a mi un mar de gente, con sus rostros completamente olvidables y sus cuerpos que se mantienen rígidos defendiendo los milímetros de espacio personal.

Entre la multitud distingo sus tipos, como si hubiera una acuerdo universal de vestimenta del que no estoy enterada. Los hombres de oficina con sus trajes y lociones penetrantes. Los chicos de la secundaria con sus desodorantes baratos y sus voces estridentes.  Las mujeres en tacones y faldas de oficina preciosas con sus prolijos peinados. Todos suben y bajan donde creen más conveniente.

Un hombre de voz chillona y maquillaje se acerca hacia el público. Nadie lo soporta, lo sabe. Después de tres malas bromas baja del autobús con 40 pesos recaudados. Por fin un asiento libre en el cual debo alejar con un golpe al hombre que ensancha sus brazos para rozar mis senos. No digo nada más.

Veo por la ventana, si miro hacia abajo dos niños intentan limpiar un parabrisas con una esponja sucia, uno de ellos, el niño, lleva puesta una playera negra agujerada. Dice «living the dream». Y pienso que la vida no me debe nada.


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