Son las once de la noche y me encuentro leyendo, por enésima vez, mi libro favorito. Paso del capítulo 73 al primero, como lo marca el tablero de dirección, y no puedo evitar dirigir mi mirada a una parte del texto que está subrayada. Es una de mis citas favoritas y en esta ocasión te recordé al leerla:

“Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”.

Recordé cómo y cuándo te conocí, nuestra primera cita (lo nerviosos que estábamos), las noches de cine, las tardes de café y las horas que pasábamos platicando en tu coche sobre temas tan distintos. Tantas cosas en un lapso tan corto.

Y de repente, todo cambio aquel domingo que me dijiste que te irías. Aunque tratábamos de no hablar de ello, las salidas posteriores se sintieron como la despedida.

Y llegó el día de tu partida. Nos recuerdo en el aeropuerto tratando de ignorar el hecho de no volvernos a ver. No soy la mejor para decir adiós, simplemente suelo evitarlo, pero en ese momento creí que lo nuestro se merecía algo mejor.

Me armé de valor y comencé a hablar. Te dije que pensaba que nos había faltado tiempo. También te agradecí por cada momento, experiencia y aprendizaje. Te di las gracias por todos los besos, abrazos y por cada sonrisa. Hasta hoy, agradezco las risas y el llanto, la confianza y la paciencia.

Aún recuerdo lo que me dijiste: “Contigo aprendí que el rencor envenena, que perdonar te hace humilde y que amar te hace grande. Gracias por formar parte de mi vida, a pesar de la distancia, siempre formarás parte de ella”. Nos quedamos en silencio.

Llegó el momento en el que anunciaron tu vuelo. Me abrazaste y me dijiste: “Te quiero”. Después, solo te vi partir. Ese día te llevaste una parte de mí y yo me quedé con lo mejor de ti.


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