Una labor tan sencilla y de la que muchas veces nos sentimos incapaces. Dirían que solo basta con apoyar la pluma contra el papel, algo tiene de cierto. Pero falta que las musas se nos pasen por la cabeza para escribir.
Las musas no vienen aunque las llamen, y a todos nos pasa. Por eso hay que pasar horas frente al papel o al teclado, a que se nos ilumine la mano y se ponga escribir. Pasar por el ruido y la ira, para al fin tener la palabra que se deshila, entonces será sencillo. Decía Roberto Arlt, genio escritor argentino: “Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”.
Escribir como un deber, para expiar a nuestros demonios, para limpiarnos. Lo indecible vive dentro de nosotros: la indecible felicidad, el indecible terror, la inefable belleza. Desangrarnos en cada palabra, jugar a ser un dios, aunque sea en un trozo mínimo de papel. Escribir como creación.
Escribir (bien) no es nada sencillo. Hay que ser innato, o demasiado terco, tener demasiada paciencia, cejar sin tregua. No, no se puede enseñar a escribir, hay que darles a Hemingway o Dostoievski y esperar a que se inspiren, diría Woody Allen. Para hacer buena literatura hay que leer buena literatura, para hacer buen periodismo hay que leer buen periodismo. No podemos pretender hacer buena poesía si nos pasamos el día leyendo anuncios publicitarios o la etiqueta del champú (o tal vez sí).
Uno escribiendo en soledad se siente menos solo. Una labor que exige recogimiento. Puede que no salve al mundo, pero que nos salve a nosotros.