Era un día sobrio, el cielo estaba teñido de azul, limpio, sin un solo vestigio de nubes. En la esquina de la calle Vicente Guerrero, delimitando la propiedad más grande del barrio, los crisantemos magenta absorbían los rayos del sol. Se mecían de vez en cuando con las tibias briznas que traía el norte.

Era sábado, cuatro de la tarde. Lo único que podía llamar la atención además del curioso tono de las flores, era un extraño olor a rosas. La única casa que tenía rosales en el pueblo quedaba a seis cuadras. Estaba lo suficientemente retirada para que este aroma fuera extraño en estos rumbos. De pronto, por las calles pedregosas del barrio, justo doblando la esquina apareció Amada Blanco. Era una muchacha de diecinueve años, la tercera hija de siete hermanos, cuyos padres eran dueños de una miscelánea bastante escueta pero aun así, la más concurrida.

Iba descalza, con el cabello húmedo y despeinada. Solo envuelta en el rebozo marrón que le regaló su madre cuando cumplió quince años. Se detuvo y se inclinó frente a los crisantemos. Cantaba para sí mientras cortaba con mucho cuidado algunos de ellos y los colocaba suavemente en una canasta de palma. Tomó uno y lo acomodó entre sus manos, lo acarició y acto seguido lo acomodó entre sus cabellos, a un costado de su oreja izquierda. El sol disminuía su intensidad mientras los minutos transcurrían, pero la tibieza del viento seguía siendo la misma. El olor a rosas se volvía cada vez más intenso. Amada debió haberlo percibido pues volteó de inmediato y sus gestos delataron la extrañeza que le producía. Dudó unos segundos, tomó la canasta y se fue apresuradamente.

Nadie más pasó esa tarde por la calle Vicente Guerrero. La única visita fue la breve estancia de Amada Blanco para llevarse algunas flores que más tarde colocaría frente a la ventana de su habitación. La noche llegó y con ella el peculiar olor disminuyó. Entonces un cálido ambiente recompensó la intensidad haciendo más placentero el lugar. El barrio durmió tranquilo esa noche, arropado por luciérnagas que volaban en varias direcciones y grillos que cantaban de manera excepcional.

Amada no pudo dormir. Su último día como muchacha soltera estaba a punto de concluir y todo el pueblo lo sabía. Su padre había decidido casarla con Germán Gil, el hijo de la curandera, pues de ese modo podrían aumentar el número de tierras en poder de la familia Blanco. A pesar de ser un contrato, Amada no pasaba por alto la atracción que sentía por Germán. Lo había visto por primera vez cuando tenían diez años y le pareció indiferente. Pero ahora que Germán había regresado de Querétaro distinguió que había algo en él. Algo que le hacía no apartar la mirada de su barba ligera. Estaba emocionada, y sólo pudo acariciar a Morfeo después de tejer sus cabellos de azabache.

 A la mañana siguiente, justo a las ocho, cuando el sereno aún reposaba en las hojas de los crisantemos, la puerta de la casa de la familia Blanco se abrió de par en par. Amada salía de su hogar en un vestido blanco. El ajuar estaba bordado del pecho hasta la mitad del cuello, con los brazos hasta la mitad cubiertos de encaje y un velo que cubría sutilmente su rostro y los cabellos que se había trenzado una noche anterior. La familia le acompañaba, algunos a su costado y otros detrás, junto con las demás personas del pueblo. Caminaron por las calles hasta que la procesión apareció por la Guerrero. Ahí el llanto de su madre fue percibido y la gente que le había visto crecer comenzó a llorar también. Amada, vestida de blanco comenzaba una nueva etapa, una vida diferente fuera de su hogar.

El aroma a rosas perduraba en el aire, se sentía el abrazo tibio del viento aún. Abrí desde las seis de la mañana, las puertas que Amada habría de cruzar, aunque me costaba asimilar todavía el hecho. Amada iba al frente, sus hermanos y su padre a su costado y su madre detrás, respaldándola siempre. Así, después de escuchar al sacerdote, le bajamos despacio, despidiéndole con el amor del mundo. Cuando el primer puño de tierra cubrió su caja, el aroma retomó la fuerza de un día antes y con esa misma fuerza poco a poco se disipó.


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